Puede que porque desciendo (o eso me gusta pensar) de celtas, tal vez porque soy Sagitario o, si acaso, porque soy un tanto rarito, el caso es que me gusta sentirme libre. Si algo odio son las ataduras, los caminos marcados como obligatorios y las actividades y visitas que “no debes perderte”… Por eso me fui, el invierno pasado a la playa.
Ya sé que el turismo costero invernal no es invento mío, pero, ¿y si te digo que, en pleno mes de febrero estaba, en chanclas y bañador sobre la arena? Como ya te he dicho, no soporto caminar por las sendas que recorre todo el mundo, por eso me fui a la playa (esto ya lo he dicho, ¿no?) de Namibia, porque a nadie se le había ocurrido recomendármelo.
Antes de hablar de mi viaje, tal vez sea conveniente hablar un poco del país, independiente de Sudáfrica desde 1990. Se trata de una república parlamentaria habitada por algo más de dos millones de personas (2,5 habitantes por metro cuadrado) en la que se hablan una buena cantidad de idiomas –en mi viaje me entendí en inglés con todo el mundo, por si te sirve de pista-.
Mirando al mar
Tras esta sumarísima presentación de Namibia he de decir que, para haber sido una región eminentemente minera y pesquera, saben como tratar al turista. De todos modos, alrededor de la mitad de la población sigue aferrada a la agricultura de subsistencia.
A lo que íbamos: Namibia. Mi semana de vacaciones mirando al Atlántico, al norte de Sudáfrica y al sur de Angola. Desde 1990, año en el que, recordemos, se proclamó independiente, han empezado a proliferan hoteles y apartamentos en sitios como Walvis Bay, Luderitz, Swakopmund, Walvisbaai o en la propia capital, Windhoek.
De entre los atractivos del país, podemos hablar de la naturaleza (me quedé con ganas de conocer con mayor profundidad el parque Etosha) y de unas playas que puedo dar fe de que son espectaculares y en las que quienes gusten de jugar con el viento pueden pasárselo en grande con el kitesurf o con el windsurf.
La Costa de los Esqueletos
En mi caso, el destino era la Costa de los Esqueletos. Con ese nombre, esperaba no encontrarme con demasiados turistas. Y sí fue. Claro que, más que por el nombre casi sefuro que era por el hecho de que la niebla oceánica envuelve constantemente (vale: casi contantemente) esta zona del noroeste del país.
El clima, desde luego, no es agradable y, en tiempos, los botes podían desembarcar aprovechando la marea pero no podían salir, lo que obligaba a los viajeros a recorrer cientos de kilómetros a pie por tierras desérticas. Este hecho y los esqueletos de los barcos naufragados le han valido al lugar poco turístico nombre.
Con todo, el país ha declarado un área de 16.000 kilómetros cuadrados como parque nacional, cuya área norte se ha definido como zona intangible. En este parque se encuentran los castillos de arcilla de Hoarisib, la Montaña de Ágata, varias salinas y una importante colonia de pinnípedos, en lo que se conoce como el Cabo Fria.